El 21 de junio de 1922, la goleta Pisagua zarpó del puerto de Castro rumbo a la ensenada San Ambrosio, con un acarreo de dos mil rollizos de ciprés para llevar a la Caleta de Tortel. Por dos días seguidos llovió a raudales arreciando levantes y vientos duros, lo que obligaría al pilotaje a levar anclas una vez que serenaron los nortes, momento en que la Pisagua se hizo a la mar en un derrotero de tiempos contrarios. A las once treinta la goleta dio la vela con viento regular en busca del primer canal, y unas horas más tarde se encontraba un tanto avante de la última punta. Con tamaño zamarreo el timón se desacomodó y un espantoso regurgitar de aguas tan ancho como de una milla se les echó encima, sorprendiendo a los inexpertos tripulantes.
Hasta donde se recuerda, esos hombres no debieron salir nunca de San Ambrosio. Lo vivido esa noche fue como venir a caer a una tierra maldita con la muerte mirándolos de frente. El derrotero por islotes y canales se fue tornando cada vez más difícil e impredecible, por arreciar casi siempre vientos tempestuosos. Pero aún les quedaba el tramo final y ya muy cercanos al arribo pudieron observar la cartamapa de aproximación y encontrarse con los pequeños manchones de San Pedro, Cabrera, Gastón Lucano y el atolón Centinela.
Al rayar el alba, el vigía dio señal cierta de divisar tierras bajas y la noticia fue luz de esperanzas. Pero cuando abrían los brazos hacia las desconocidas orillas, se quedaron sin tiempo para maniobrar, siendo imposible mantener la nave a flote ni mucho menos evitar la terrible colisión con los roqueríos de la playa. De los treinta y seis hombres embarcados, sólo cinco sobrevivieron. Los otros cayeron a un torbellino de gritos y clamores, azotados como monigotes contra peñones y arrecifes. Horas más tarde ya con el sol arriba, lograron incorporarse a duras penas sintiendo el ancho contentamiento de la vida y el rugido de un río que tronaba cerca y los estremecía. La nave no era más que un guiñapo sobre las rocas.
Los sobrevivientes y sus primeras incursiones
Los únicos que lograron salvar con vida eran el condestable Rick Péndelthon que había servido en la Armada, el carpintero Etelviro Duamante, experto hachero y constructor de botes, el pescador Arnaldo Cayún que extraía merluza en las Guaitecas, el marino de cofas Walter Flow que había servido en la rada de Constitución y Gregorio Arratia el capitán de la goleta, hijo de un almirante ancuditano. Ninguno de los cinco pudo reconocer con meridiana certeza el punto exacto donde se encontraban, aunque Péndelthon aseguró que hasta la rada de Tortel mediaban unas veinte millas al noreste y que probablemente habían zozobrado en el último trecho del mar Pacífico antes de que las aguas empezaran a confundirse con las turbulencias del Baker.
Dos hombres treparon sobre un tronco a ver si encontraban un bote que les permita un acercamiento a la orilla y ayudados por unas varas alcanzaron los restos de la embarcación. El descalabro era total, con centenares de objetos flotando y un pequeño botecito de salvataje que era lo que buscaban. Rápidamente se pusieron de cabeza a idear un plan para superar la catástrofe y casi por instinto cubrieron con arena los cuerpos de los difuntos, iniciando una especie de entierro improvisado sobre la playa. Al llegar la noche habían contabilizado treinta y un cadáveres.
En un periódico de la biblioteca de Bustos Behring, apareció años después la plana de un cronista fantasma con detalladas descripciones sobre el naufragio y sus treinta marineros a bordo, asegurando que la embarcación había sucumbido por una mala maniobra del contramaestre, no quedándole otra alternativa que entrar dando tumbos a la costa y desgañitarse en cosa de minutos. El observador remataba su artículo aludiendo al destino que les cupo a aquellos infelices tripulantes al quedar para siempre atrapados en la isla.
Habían entrado ahora en bote por el nororiente, hasta llegar a un río bravísimo que los sobrecogió. En medio de arboledas y bardas rocosas decidieron quedarse un buen rato mirando y estudiando el lugar, aunque ya con la borrasca ensombreciéndolo todo. A la isla la circundaban dos brazos de anchurosas correntadas que la lluvia cubrió completamente, obligándolos a guarecerse bajo los roqueríos.
Los descubrimientos en la isla
Los días siguientes se dedicarían a salvar lo que pudieran de la goleta y guardar lo rescatado en una pequeña gruta que descubrieron bajo un paramento, mientras ideaban un remedo de vivienda con Duamante a la cabeza que con mediana pericia bosquejaba lo que serían los albergues. A la casa agregarían un galpón con silo asotanado para almacenar productos, un retrete de caseta con zanjón ubicado a unos treinta metros de distancia, gallineros de quilantos pingorotudos que afirmaron con corteza de mañío y corrales de palo a pique para las huertas.
A simple vista parece que esa isla no estaba deshabitada. Pero una tarde divisaron huellas sobre el pasto y señales de aplastamiento en los pastizales. No hubo claridad respecto de ciertos sectores de la selva con luminancias intervaladas. Como eso indicaba algo muy distinto, tuvieron que salir a inspeccionar y fue entonces que descubrieron una casa de troncos y taperas que estaba como enterrada entre los árboles. Gritaron, silbaron, golpearon, palmotearon, pero no respondió nadie. En vano trataron de entrar. Todo estaba muy bien tapiado con cerrojos y pasadores. Arratia garabateó rápidamente una nota en un trozo de cartón y la dejó encajada en el dintel de la puerta.
Se reunieron en torno a la gran mesa de ciprés e intentaron aclarar las ideas, aunque por ahora lo mejor era esperar que llegara alguien a la casa. Quienquiera que fuese, lo más probable es que los descubra a ellos primero por la gran actividad que mostraban a toda hora. Durante la semana, como habían visto merodeando aves y animales salvajes, decidieron atrapar algunas tórtolas y sacar truchas y salmones del río, cogieron calafates y nalcas desde oscuros humedales y comenzaron a darle forma a su primera colonia doméstica. El condestable y el capitán Arratia hicieron un fabuloso descubrimiento cerca de la quilla sumergida al toparse con ocho rifles y bastante munición, machetes muy útiles para abatir quilantos y coligües, dos hachas de hoja ancha para abatir árboles y una sierra a brazo para que arribanos y abajinos aserrearan troncos sobre un árbol caído.
Huellas de grandes pies en la selva
Nadie apareció nunca por ese lado de la isla desde que dejaron el mensaje en la casa oculta y al parecer eso los fue convenciendo de que eran como los únicos habitantes del lugar, solos en medio de una floresta que jamás imaginaron conocer. Pero una noche sucedió algo inusual. El gringo Flow regresaba de la letrina de troncos y pestillo de clavo llevando una lámpara de chonchón en la mano, que era un simple tarro de duraznos abierto a los costados y un velón de grasa endurecida con un pabilo que se colgaba de la mano libre. De pronto tropezó quedando a oscuras, y sintió un olor insoportable mientras trataba de incorporarse resbalando una y otra vez. Gritó para pedir ayuda, acudiendo Cayún y el capitán, que vieron a un Flow regordete y algo ladeado tratando de erguirse desde el centro mismo de una descomunal pestilencia que obligó a todos a vomitar.
Con gran sorpresa advirtieron la impronta fresca de un enorme pie marcado en una pasta de excremento, con una planta que lograba sobrepasar en al menos diez veces su tamaño habitual. Estremecidos por el hallazgo, corrieron a casa y comentaron el hecho a grandes voces cuchicheando y gesticulando como niños asombrados, ya jadeantes y exhaustos por la conmoción, por lo que decidieron irse a la cama, dejando para mañana la observación y el análisis de la huella.
Con las luces del alba la pisada no parecía ser la misma de anoche, apreciándose ésta mucho más clara y pareciendo en verdad una imagen llena de pompa y esplendor. Pasada la primera impresión, cada cual a su modo esgrimió sus propios argumentos. A Arratia se le ocurrió decir que si lo que veían era el rastro de un gigante, éste tendría que haber pasado por ahí caminando. Duamante aseguró que nunca en su vida había visto algo parecido, en tanto que Flow y Cayún mostraban ojos trémulos coincidiendo en señalar que corrían gran peligro. Sólo el gringo Péndelthon fue claro y objetivo, diciendo que lo que estaban viendo no era un sueño ni una aparición ni menos una pesadilla, sino una realidad inopinada y palmaria. Algo que existe y está, dijo, sin dejar de reconocer que esto no se lo esperaba. ―Alguien muy grande anda caminando por la isla ―sentenció con el ceño adusto.
(Para saber lo que sucedió en este relato, lea la novela El Beso del Gigante del autor. Pedidos desde cualquier ciudad al mail dimeloyou@gmail.com)
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